Pau Waelder

John Craig Freeman. Water Wars

[article published in the Media Art section of the contemporary art magazine art.es, #45, 2011]

 

An old joke that’s been circulating on the Web for years presents books as the new technological gadget, with unbeatable advantages: no batteries or cables, a tactile interface, and no Internet connection or software updates required… Something similar could be said for works of art  not incorporating new technologies: sculptures, paintings, photographs and installations offer themselves to viewers for visual consumption with no other requirement than being present in the same physical space as the artwork in question (or of being able to see a photo or video depicting them). Even videos, performances and installations employing some kind of mechanism, apart from maintenance, have no other prerequisite than being there and observing. Much has been written about the ways that digital art changes the relationship between viewer and artwork, mainly through interactivity and the obtaining of data from the surroundings or the Internet, which places works of digital art in a state of constant transformation. These qualities have mostly been presented as positive and revolutionary, but reality proves that they tend to restrict access to the works by the general public.

The presence of digital art at events like the Venice Biennial is usually minimal at best, and at the current edition it continues to be marginal despite the fact that the title chosen by the principal curator, Bice Curiger, ILLUMInations would appear to be ideal for its allusions to light and the intangible. It’s worth mentioning, always with respect to the parallel events, the participation of Dropstuff, a network of urban screens that aims to connect three place in Venice with the three cities of Utrecht, The Hague and Eindhoven (Holland) by means of interactive games allowing the public to interact with one of the giant screens placed in the street, just as long interested viewers have a smartphone with internet access. And that’s where one of its main inconveniences lies, given that the viewer must provide some of the components needed to achieve the piece’s interactive aspect, something which other artworks don’t require. Integrated within the urban landscape, the screens display the games intercut with animated shorts, and can easily be confused for simple publicity devices (on my visit to Venice they seemed to be ignored by the public).

Also in the city’s public spaces are two “uninvited participants” that employ Augmented Reality to superimpose a virtual layer over both the pavilion site and Saint Mark’s Square, in which the work of numerous artists is shown. On one hand, with their program Layar, the group Manifest.AR provides the possibility to visualize, via a smartphone, the work of 25 artists spread throughout the Biennial’s venues. Being geolocalized pieces, you need to be in Venice to see them, which increases the feeling of their real presence, but once again the problem arises of the public needing to possess the necessary resources, without which these works simply don’t exist. Manifest.AR presents its project in a rebellious spirit that recalls that of the pioneers of net art and their relation to the institution of art, but it loses its power to the degree that access to it by the public is made difficult. The group Les Liens Invisibles and the curator Simona Lodi have developed a similar project, The Invisible Pavillion, a pavilion featuring the work of nine artists that’s visible only by way of a smartphone equipped with the Layar program. The discourse once again focuses on the possibilities of breaking with the limitations of physical space and institutional structures, but the experiment will surely be ignored by the majority of the public. In the context of the exhibitions, the most outstanding show is Neoludica. Art is a Game / 2011-1966,4 a project articulated between two venues (in Venice and the nearby city of Mestre) that presents the connections between art and the culture of videogames. The venues offer spectators the resources necessary for experiencing the work, but the initiative is based on the codes of videogame culture, so that it seems aimed at fans of the genre and is less accessible to the general public.

Digital art at the Venice Biennial thus finds itself faced with the challenge of bridging the distance still separating it from the public, a gap that, like the broad canals crisscrossing the city, necessitates the building of bridges, both technological and cultural.

 

Translated from Spanish by Terry Berne

John Craig Freeman. Water Wars

[artículo publicado en la sección de Media Art de la revista de arte contemporáneo art.es, núm. 45, 2011]
 

Un viejo chiste que circula por la Red desde hace años presenta al libro como el último gadget tecnológico, con inmejorables ventajas: sin batería, sin cables, con interfaz táctil, no requiere conexión a Internet ni actualizaciones de software. Algo similar podría decirse de las obras de arte contemporáneo que no incorporan las nuevas tecnologías: esculturas, pinturas, fotografías e instalaciones se presentan al espectador para su consumo visual sin más requisito que el de estar presente en el mismo espacio físico de la obra (o bien observar una fotografía o vídeo de la misma). Incluso el vídeo arte, la performance y algunas instalaciones que necesitan ciertas máquinas, más allá de los requisitos de mantenimiento, no presentan al espectador más reto que el de estar allí y observar. Mucho se ha escrito acerca de la manera en que el arte digital transforma la relación entre el espectador y la obra de arte, principalmente por medio de la interactividad y la obtención de datos obtenidos del entorno o de Internet, lo cual sitúa a las obras de arte digital en un estado de transformación constante. Habitualmente se han presentado estas cualidades como positivas y revolucionarias, pero la realidad nos muestra que tienden a dificultar el acceso a las obras por parte del gran público.

La presencia del arte digital en eventos como la Bienal de Venecia suele ser mínima o nula, y de hecho en la presente edición sigue manifestándose de manera más bien marginal pese a que el título escogido por la comisaria Bice Curiger, ILLUMInations, con sus referencias a la luz y lo intangible, parecía idóneo para este tipo de arte. Entre las propuestas más destacadas, siempre en los eventos colaterales, cabe señalar la participación de Dropstuff, una red de pantallas urbanas que propone conectar tres lugares de Venecia con las ciudades de Utrech, el Haya y Eindhoven por medio de juegos interactivos. Los juegos, creados por diseñadores y artistas holandeses, permiten interactuar con una de las grandes pantallas situadas en la calle, siempre que el espectador disponga de un smartphone con conexión a Internet. En este último detalle radica uno de los principales inconvenientes de la propuesta, puesto que es el espectador quien debe disponer de parte de los recursos necesarios para la interacción, algo que no se produce con otras obras. Integradas en el paisaje urbano, las pantallas muestran los juegos intercalados con cortos de animación, con lo cual pueden confundirse fácilmente con simples dispositivos publicitarios y de hecho durante mi visita a Venecia parecían ser ignoradas por el público.

También en el espacio público (o semi-público en el caso de los Giardini) se desarrollan dos “participaciones no invitadas” que aprovechan la tecnología de Realidad Aumentada para suponer al espacio de los pabellones y la plaza San Marcos una capa virtual en la que se muestran las obras de diversos artistas. Por una parte, el grupo Manifest.AR proporciona, por medio del programa Layar, la posibilidad de visualizar a través de un smartphone las obras de 25 artistas distribuidas en los espacios de la Bienal. Al ser obras geolocalizadas, es preciso encontrarse en Venecia para verlas, lo cual aumenta la sensación de presencia real de las piezas, pero nuevamente plantea el problema de disponer de los recursos necesarios, sin los cuales la intervención simplemente no existe. Manifest.AR presenta su proyecto con un espíritu rebelde que recuerda al de los pioneros del net art y su relación con la institución artística, pero pierde fuerza en la medida en que resulta difícil su acceso al público. Por otra parte, el grupo Les Liens Invisibles y la comisaria Simona Lodi han desarrollado el proyecto gemelo The Invisible Pavillion, que consiste en un pabellón visible sólo por medio de un smartphone equipado con el programa Layar, que aloja las obras de nueve artistas. De nuevo, el discurso se centra en la posibilidad de romper con las limitaciones del espacio físico y de las estructuras institucionales, pero finalmente el experimento simplemente será ignorado por la mayoría del público. En el contexto de las exposiciones, sin duda la propuesta más destacada es Neoludica. Art is a Game | 2011-1966, un proyecto que se articula en dos muestras en Venecia y Mestre que presentan las relaciones entre el arte y la cultura del videojuego. En este caso, el espacio expositivo facilita al espectador los medios necesarios para experimentar las obras, pero es el contexto el que dificulta su apreciación, dado que la propuesta se nutre de los códigos y el lenguaje de los videojuegos de una manera que parece dirigida a los aficionados al género y resulta por tanto menos accesible al público general.

El arte digital en la Bienal de Venecia se halla así ante el reto de salvar la distancia que aún le separa del público, una brecha que, como los anchos canales que atraviesan la ciudad, hace necesario erigir puentes, tanto tecnológicos como culturales.

 

 

John Craig Freeman. Water Wars

[article publicat en castellà i anglès en la secció de Media Art de la revista d’art contemporani art.es, núm. 45, 2011]
 

Un viejo chiste que circula por la Red desde hace años presenta al libro como el último gadget tecnológico, con inmejorables ventajas: sin batería, sin cables, con interfaz táctil, no requiere conexión a Internet ni actualizaciones de software. Algo similar podría decirse de las obras de arte contemporáneo que no incorporan las nuevas tecnologías: esculturas, pinturas, fotografías e instalaciones se presentan al espectador para su consumo visual sin más requisito que el de estar presente en el mismo espacio físico de la obra (o bien observar una fotografía o vídeo de la misma). Incluso el vídeo arte, la performance y algunas instalaciones que necesitan ciertas máquinas, más allá de los requisitos de mantenimiento, no presentan al espectador más reto que el de estar allí y observar. Mucho se ha escrito acerca de la manera en que el arte digital transforma la relación entre el espectador y la obra de arte, principalmente por medio de la interactividad y la obtención de datos obtenidos del entorno o de Internet, lo cual sitúa a las obras de arte digital en un estado de transformación constante. Habitualmente se han presentado estas cualidades como positivas y revolucionarias, pero la realidad nos muestra que tienden a dificultar el acceso a las obras por parte del gran público.

La presencia del arte digital en eventos como la Bienal de Venecia suele ser mínima o nula, y de hecho en la presente edición sigue manifestándose de manera más bien marginal pese a que el título escogido por la comisaria Bice Curiger, ILLUMInations, con sus referencias a la luz y lo intangible, parecía idóneo para este tipo de arte. Entre las propuestas más destacadas, siempre en los eventos colaterales, cabe señalar la participación de Dropstuff, una red de pantallas urbanas que propone conectar tres lugares de Venecia con las ciudades de Utrech, el Haya y Eindhoven por medio de juegos interactivos. Los juegos, creados por diseñadores y artistas holandeses, permiten interactuar con una de las grandes pantallas situadas en la calle, siempre que el espectador disponga de un smartphone con conexión a Internet. En este último detalle radica uno de los principales inconvenientes de la propuesta, puesto que es el espectador quien debe disponer de parte de los recursos necesarios para la interacción, algo que no se produce con otras obras. Integradas en el paisaje urbano, las pantallas muestran los juegos intercalados con cortos de animación, con lo cual pueden confundirse fácilmente con simples dispositivos publicitarios y de hecho durante mi visita a Venecia parecían ser ignoradas por el público.

También en el espacio público (o semi-público en el caso de los Giardini) se desarrollan dos “participaciones no invitadas” que aprovechan la tecnología de Realidad Aumentada para suponer al espacio de los pabellones y la plaza San Marcos una capa virtual en la que se muestran las obras de diversos artistas. Por una parte, el grupo Manifest.AR proporciona, por medio del programa Layar, la posibilidad de visualizar a través de un smartphone las obras de 25 artistas distribuidas en los espacios de la Bienal. Al ser obras geolocalizadas, es preciso encontrarse en Venecia para verlas, lo cual aumenta la sensación de presencia real de las piezas, pero nuevamente plantea el problema de disponer de los recursos necesarios, sin los cuales la intervención simplemente no existe. Manifest.AR presenta su proyecto con un espíritu rebelde que recuerda al de los pioneros del net art y su relación con la institución artística, pero pierde fuerza en la medida en que resulta difícil su acceso al público. Por otra parte, el grupo Les Liens Invisibles y la comisaria Simona Lodi han desarrollado el proyecto gemelo The Invisible Pavillion, que consiste en un pabellón visible sólo por medio de un smartphone equipado con el programa Layar, que aloja las obras de nueve artistas. De nuevo, el discurso se centra en la posibilidad de romper con las limitaciones del espacio físico y de las estructuras institucionales, pero finalmente el experimento simplemente será ignorado por la mayoría del público. En el contexto de las exposiciones, sin duda la propuesta más destacada es Neoludica. Art is a Game | 2011-1966, un proyecto que se articula en dos muestras en Venecia y Mestre que presentan las relaciones entre el arte y la cultura del videojuego. En este caso, el espacio expositivo facilita al espectador los medios necesarios para experimentar las obras, pero es el contexto el que dificulta su apreciación, dado que la propuesta se nutre de los códigos y el lenguaje de los videojuegos de una manera que parece dirigida a los aficionados al género y resulta por tanto menos accesible al público general.

El arte digital en la Bienal de Venecia se halla así ante el reto de salvar la distancia que aún le separa del público, una brecha que, como los anchos canales que atraviesan la ciudad, hace necesario erigir puentes, tanto tecnológicos como culturales.